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Daniel Muñoz Arias, periodista que pasó angustiosas horas en una sala de interrogatorios de la Guardia Bolivariana, que lo acusó de espionaje y traición.
Vichada

Pánico en la frontera colombo-venezolana

Un periodista que realizaba un reportaje en Puerto Páez, Venezuela, fue 'testigo directo' de la opresión a la prensa por parte del régimen venezolano tras pasar angustiosas horas en una sala de interrogatorios de la Guardia Bolivariana, que lo acusó de espionaje y traición.

La camioneta Toyota de placas venezolanas se abrió paso sobre la tierra con un sonido cansado en su motor, y levantó una enceguecedora polvareda color ladrillo. Apretujados en la silla de atrás, tres periodistas viajábamos como secuestrados, en silencio, cocinados a fuego lento por el calor, veíamos las imágenes de las casas de paredes escarapeladas de Puerto Páez, y algunos de sus escasos cinco mil habitantes que parecen derretirse a unos 38 grados centígrados a la sombra.

Mis compañeros y yo íbamos juagados en sudor, sentíamos miedo. La mirada de aquel teniente venezolano sentado en la parte delantera del vehículo era la única cosa fría capaz de apaciguar aquel infierno instantáneo en que se convirtió mi visita a la frontera entre Colombia y Venezuela desde viernes pasado que terminó en un episodio de terror, quizás el que más me ha afectado en los 18 años que he trabajado como periodista.

Las palabras del oficial parecieron una sentencia mortal.

–Coja por el otro camino –dijo de pronto el oficial, sin dejar de mirar con odio. El conductor asintió con un dejo cómplice y mi mente se inundó enseguida de pánico. ¿Cuál otro camino, el de la muerte? Me preguntaba, aterrado.
Sólo cuando llegamos a un batallón del cual por el temor no puede aprender su nombre volví a respirar una bocanada de serenidad. En la entrada de la construcción, sobre un fondo azul desteñido, había una especie de escudo pintado con una paloma blanca obesa y rodeada por una frase providencial: "Venezuela y Colombia, un río de paz y hermandad”.

Se refería al río Orinoco, que separa a la ciudad venezolana de Puerto Páez de la colombiana Puerto Carreño, del departamento del Vichada, situada en la orilla del lado nacional y adonde yo había llegado el día anterior como reportero de la Agencia de Noticias RPTV y del programa periodístico de televisión Testigo Directo, que se transmite por las cadenas de Caracol Internacional, Cablenoticias y varios canales regionales en Colombia. La misión, simple y llana, era comparar la vida cotidiana de ambas poblaciones a lado y lado del límite que divide los dos países. Yo quería ver qué se compraba en la localidad venezolana con 50.000 pesos colombianos y confirmar hasta qué punto era cierta o no la crisis en aquella nación.

De modo que, armado con una cámara GoPro, me dispuse a realizar el reportaje con toda la más pura buena intención informativa. Primero descubrí, perplejo, que con aquella cantidad una familia podría vivir tranquilamente 15 días: 50.000 pesos alcanzaban para comprar de todo –carne, pollo, verduras, enlatados, víveres–, de procedencia venezolana, a precios increíbles para cualquier colombiano. Cuando cambié un devaluado billete de $50.000, con la imagen del escritor Jorge Isaacs, por cuatro mil bolívares! en billetes de 100.000, con la cara de Simón Bolívar y que representan la más alta denominación de esa moneda. Era un fajo de billetes por el que, según versiones de algunos venezolanos, a uno lo pueden hasta matar por quitárselos en Caracas u otra ciudad del interior.

Atravesar el Orinoco para pasar de Colombia a Venezuela no tiene problemas. Hay que tomar una lancha cuyo tiquete cuesta 3.000 pesos o 150 bolívares, para un trayecto que dura cerca de 10 minutos. En la Policía aeroportuaria colombiana apenas se pide un registro con los datos personales de quienes van a transitar o a comprar víveres, e incluso gasolina, lo cual es permitido. Pero el contrabando es prohibido. Al otro lado, en Venezuela, las autoridades no piden absolutamente nada: la Guardia Bolivariana apenas hace presencia y a los que regresan si acaso les hacen una que otra requisa de control y según versiones de habitantes de la región para pedir vacuna cuando se pasa algo considerable en precio o cantidad de artículos.

De modo que con mi cámara ingresé a un supermercado de Puerto Páez y grabé todos los productos que se podían comprar con 4.000 mil bolívares o 50.000 simples pesos. Recuerdo, por ejemplo, que un litro de aceite cuesta cerca de 150 bolívares –equivalente a $1.500 colombianos– y que un kilo de sal, de azúcar o de lentejas vale 100 bolívares o 100 pesos…
Lo que nunca imaginé era que hacer mercado iba a ser el pasaporte a una sesión de angustia y terror.

Hoy no sé si haber grabado con la cámara sin esconder nada fue un pecado… o mi salvación. El caso es que cuando llevaba gastados unos 2 mil bolívares y me disponía a buscar más productos en la zona, un guarda bolivariano me detuvo. "Saque lo que tiene en el bolsillo”, me ordenó. "¿Qué?”, le contesté. "La cámara”, insistió.
Era obvio, pues, que yo grababa lo que compraba. De repente un ciudadano venezolano me acusó ante los seis uniformados de la guardia venezolana ubicados en ese punto fronterizo, denunciando que les grababa sus movimientos. Estaban conmigo otros dos periodistas quienes pasaban por las mismas. Cuando el soldado tomó la máquina se sorprendió con la modernidad. "¿Eso es una cámara?”, preguntó.

Los tres fuimos entonces llevados al puesto de control de Puerto Páez, que no es sino una enramada en teja de zing. En medio del calor, los guardas me cocinaron a preguntas. ¿Por qué nos está grabando? ¿Por qué graba la guardia de este país? ¿Usted es militar? ¿Es un espía? ¿No sabe que es un delito contra el presidente Maduro?
De nada sirvió decir y asegurar y re-que-te-confirmar que era periodista. Que éramos periodistas. Y que yo estaba haciendo un reportaje que tenía la simple intención de comparar cómo se vivía en la frontera entre Colombia y Venezuela a la altura del Orinoco y reiterar que jamás había grabado a la guardia.

Al revisar la cámara, que en ese momento era un misterio tecnológico para ellos, extrajeron la memoria en donde estaba grabada aquella compra maldita, aquel mercado embrujado. Pero no pudieron ver nada en sus celulares: las imágenes están 'grabadas' en un formato que solo es posible reproducirlo en un computador.
Desencantados y perplejos, los guardas decidieron llamar a Caracas en espera de instrucciones, según ellos por tratarse de un caso de espionaje internacional. La angustia siguió carcomiendo mis pensamientos. El miedo se me metió en los huesos mientras miraba el río y a mi país (tan cerca, pero tan lejos) a escasos diez metros de distancia.
Pensaba ensimismado en historias de torturas y desapariciones, cuando llegó el teniente a cargo en la región. Sin mayores palabras, pero con su mirada inyectada de resentimiento, nos ordenó subir a la Toyota blindada de la Policía Técnica Judicial, PTJ.
"Hasta aquí llegue…”, me dije, aterrado.

Al tomar un atajo, sin embargo, llegamos con más vida que nunca al batallón, repleto de imágenes del comandante Hugo Chávez. Desalentado, aplanado, humillado, me sentía como Leopoldo López, pero peor. Creía ir derecho a una sesión de torturas bestiales, de padecimientos inverosímiles: la sala de espera de la muerte.

Era más bien un salón desapacible y yerto y en el que gasté las tres horas más terroríficas que jamás haya vivido. Apenas nos encerraron comenzó un interrogatorio angustioso y repetitivo, con las mismas preguntas y las mismas respuestas, una y otra vez, como una cadena absurda sin fin.

Nunca había sentido la boca tan reseca. En aquel infierno mi garganta no recibía ni una gota de saliva y mi cerebro solo molía ideas pesimistas. "Tienen todo para desaparecernos tranquilamente. ¿Quién les dice que no?”, me indicaba.

El momento más degradante fue cuando nos requisaron. Nos hicieron desnudar y nos voltearon todo y nos revisaron hasta las uñas. Con la sola mirada, el teniente significaba que no teníamos derecho a decir ni una sola palabra al respecto.

En la desesperación, solo oraba a Dios y recordé las palabras de mi madre. "Cuando te sientas en peligro, pronuncia esta oración: 'Sangre de Cristo, cúbreme con tu presencia'”. Fue como un santo y seña. La puerta del salón se abría y se cerraba. Los guardas entraban y salían, se escuchaban órdenes en voz baja y repetían la retahíla de preguntas incontestables. El teniente seguía mirando con rencor. Apreciaba el corte de mi cabello, que es al rape, porque quizás le parecía sospechoso.

–¿Usted es militar?–, preguntó en tono castrense y airado.

–No. Soy periodista.

–¿Para qué medio trabaja?–, repreguntó con el mismo tono.

–Para la Agencia de Noticias RPTV y para el programa Testigo Directo –repuse con voz entrecortada, pensando que si se enteraba de que hacemos un periodismo independiente de crónicas, reportajes y denuncias, me podría ir peor que ser militar.

Luego de dos horas, me escuché en el cuarto de al lado. Por un momento pensé que se trataba de la voz de mi conciencia como preparándome para la muerte, pero lo que oí, más que un delirio, fue un respiro: los guardas estaban viendo mis reportajes por YouTube. "Ojalá no encuentren el que hice en Bojayá, la población chocoana en donde hubo una masacre cometida por la guerrilla de las Farc y los paramilitares en contra de la población civil, o el del anti-contrabando que realicé en La costa Caribe”, me dije, no sé por qué.
Cuando estaban absortos investigando sobre mi trabajo periodístico, logré sacar mi celular y active el roaming internacional. Le puse un mensaje de urgencia, un telegrama ciberespacial angustioso, a mi jefe, Rafael Poveda, y al subdirector de programa, Alexander Oyola: "Estoy retenido por la guardia venezolana, con dos periodistas más. Me están haciendo mucha presión. Me trasladaron a un batallón en Puerto Páez, frontera con Puerto Carreño. Es mediodía”. También garrapateé algo parecido a mis amigos de Facebook.

No sabía aún que Chad Hurley, Steve Chen y Jawed Karim –los creadores de YouTube– me habían salvado, quizás, la vida. Cuando esos ángeles del internet les confirmaron la verdad a mis captores, me devolvieron la cámara. Media hora después llegó la memoria, eso sí, convenientemente borrada.

Mientras la exhaustiva investigación continuaba, les pedí agua para calmar mi espanto y me trajeron jugo de papaya. Por desconfianza y susto no la bebí de primeras, pero luego me armé de valor. Con un sorbo de valentía logré preguntarle al teniente sobre el procedimiento que seguía.

Me miró con desprecio, y no respondió.

Al rato dijo:

–Se pueden ir. Pero si regresan a Venezuela a hacer lo mismo, la van a pasar mal.

Y se fue.

Luego nos echaron a la calle, sin palabras.

Caminamos como media hora con los pensamientos tan resecos como el guargüero, en busca de la frontera. Qué ironía: mientas nosotros pasamos las duras y las maduras el presidente Santos y el presidente Maduro estrechaban sus lazos de amistad y fraternidad, durante la reciente Cumbre de las Américas en Panamá.

Ya en puerto venezolano nos esperan los seis guardias, quienes siguiendo la instrucción del teniente nos entregaron lo que habíamos comprado además de asegurarse de que saliéramos inmediatamente de su territorio... Cuando la lancha nos trajo de vuelta a Puerto Carreño, me volvió el alma al cuerpo. En la noche, y sin comentar la experiencia en ese puerto, muchos - ya lo sabían - y no podían creer que hubiéramos regresado. No lo sostienen, pero dicen que en el lado venezolano ha desaparecido gente… Así que regresar de la boca de ese lobo es casi un milagro.

Todavía no logro olvidar aquellas cuatro horas de angustia. Recuerdo que los guardas llenaron manotadas de papeles con mis datos y, aunque no firmé nada, me aterra pensar en qué estado legal quedé ante el gobierno bolivariano luego del suceso. Espero confirmar con la cancillería de mi país los derechos que tengo no solo como periodista, sino sobre todo como colombiano.

Y es que nunca pensé que portar un carnet de prensa era un tiquete directo para ser enemigo del chavismo ni que 50.000 devaluados pesos colombianos quizás me hubieran costado la vida, mi libertad o hasta un problema binacional, todo por querer mostrar –como periodista– una realidad que se vive a diario en este lado de la Colombia olvidada.

Vía: Daniel Muñoz Arias / Periodista Testigo Directo

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